Para lograr este balance entre el aspecto estético y el funcional en un proyecto, la regla de oro es que el diseñador tiene que volverse invisible. Cuando el diseño domina al mensaje, éste se pierde, y con él, el objetivo del proyecto.
No hay nada más alarmante para un cliente, que un diseñador interesado en innovar por innovar. Cuando al inicio de un proyecto, el diseñador está pensando en producir una pieza para su portafolio o para ganar un premio, antes de pensar en el público objetivo o en la estrategia de comunicación, lo que está haciendo es tratar de llamar la atención sobre sí mismo, rompiendo el balance del Ying-Yang.
Entonces nos preguntamos, ¿cómo identificar el buen diseño, si debe ser invisible? Para responder, podemos usar una analogía con una disciplina hermana del diseño, la arquitectura. ¿Cómo saber si una obra es una buena pieza de arquitectura? Al igual que en el diseño gráfico, la evaluación de una obra arquitectónica no debiera hacerse basándonos únicamente en el aspecto estético, sino también tomar en consideración su funcionalidad, sus acabados, su diseño estructural y, sobre todo, que responda a las necesidades para las que fue creada.
Una casa habitación con un diseño innovador y acabados de primera clase no tiene sentido si sus habitantes encuentran difícil vivir en ella, si tiene una mala orientación, si sus espacios y circulaciones son incómodos, si su costo fue excesivo o si su estructura es inadecuada o pone en riesgo la estabilidad de la construcción. Todos estos aspectos se puede decir que son “invisibles” a primera instancia, pero haciendo un análisis un poco más detenido, podemos identificar si tiene buena iluminación, evaluar la calidad y combinación de sus acabados, el aprovechamiento de sus espacios, la armonía de su distribución, etc.
De igual manera, cuando entramos en contacto con un pieza de diseño, supongamos el empaque de un producto de consumo, puede que sea una pieza que no pasa inadvertida, con un diseño muy innovador o llamativo, pero si éste no refleja las características del producto, si no se identifica con el consumidor objetivo, si es demasiado caro o su forma o estructura no es la adecuada para el producto, es una pieza inútil, es un mal diseño.
He visto cantidad de proyectos, muchos de ellos ganadores de premios de “diseño”, que al ser evaluados provocan en primera instancia comentarios como: ¡Que creativo! ¡Que innovador! ¡Cómo lo hicieron! Pero pocos se cuestionan si la pieza funciona, si cumple el objetivo para el que fue creado: folletos que no se leen, carteles que no comunican, empaques que no apelan a su público objetivo; pero eso si, han sido ampliamente galardonados, son muy originales, destacan sobre los demás y no se parecen a nada que exista.
Estas piezas son los clásicos ejemplos en los que el diseñador se vuelve el protagonista del proyecto; seguramente su resultado será muy llamativo, ganará muchos premios de belleza y será pieza central en el portafolio del autor, pero para desgracia del cliente, será un diseño cuyo destino final sería más apropiada la pared de algún museo, que la atención de su audiencia.
Si por el contrario, es una solución que ayuda al buen posicionamiento de la marca, a comunicar las bondades del producto y a disparar la decisión de compra, puede tratarse de un diseño poco espectacular, pero finalmente es un buen diseño pues cumple con las expectativas del cliente y soluciona el problema que le dio origen. Es un diseño “invisible”, porque lo primero que destaca al verlo es el producto mismo y no el diseño de su empaque.
Esto no quiere decir que un buen diseño tiene que ser gris y aburrido, por el contrario, tiene que despertar emociones y ser excitante, ser innovador —entendido como nuevas formas de solución a un problema— y llamar la atención sobre el producto, no sobre sí mismo. Es decir, es “invisible” porque no interfiere con la transmisión del mensaje que le dio objeto, sino por el contrario, es el vehículo idóneo para hacerlo llegar al receptor.
Steve Tolleson, reconocido diseñador norteamericano en alguna ocasión opinó al respecto diciendo: “Afortunadamente, hace tiempo que aprendí que un proyecto realmente exitosos no tiene nada que ver con su apariencia final. Un proyecto exitoso es aquel en el que todos los involucrados se sienten bien con el proceso. Casi nunca quedamos satisfechos con el producto final debido a que siempre existen los ‘si hubiera’.
Pero un proyecto exitoso significa que tanto el cliente como el diseñador sienten la paternidad del mismo por igual. Ambos hicieron importantes contribuciones que determinaron el producto final.”
Es decir, al final lo importante es que el diseño funcione y no exclusivamente su apariencia; como diseñadores, no podemos negar nuestra vocación artística la cual nos impulsará a buscar la excelencia estética, y seguramente que esta vocación nos llevará a sentirnos insatisfechos con el resultado final, pues en el proceso habremos tenido que hacer varias concepciones en las que desde nuestro punto de vista, lo “bonito” habrá tenido que ceder terreno a lo funcional. Pero si el producto final cumple con los requerimientos que le dieron origen y lo hace a través de un resultado visualmente agradable, el diseñador deberá sentirse doblemente satisfecho.